Osadía. Arrojo. Incluso temeridad. Pero también espectáculo. Talento. Magia. La secuencia le define a la perfección. La ocurrencia retrata a un jugador distinto. Sin ataduras. Ni límites. Fede Quiles.
Para él, ese remate de Juani Mieres que vuela por encima de los tres metros fuera de la pista no es el verdadero desafío. Su mérito no es la capacidad de reacción. Ni su lectura del juego para anticiparse. Ni siquiera la velocidad de piernas para llegar fuera de la cancha. Es su atrevimiento, su absoluto descaro, la bizarría de quien sube la apuesta, de quien deja caer la bola por debajo de su cintura y decide ganar el punto desde afuera de pista con una gran Willy que se cuela por la puerta ante el asombro de sus contrarios y de la grada.
Insólita idea. Feliz capricho. Puro placer. Pura diversión. Es la pasión por lo impredecible. La vocación de espectáculo. No importa que, pese a la acción, el marcador final del encuentro reflejara otra derrota deportiva de Quiles. Sobre la moqueta, más allá del electrónico, el de Drop Shot, una vez más, volvió a salir victorioso. Las imágenes, la reacción del público, la viralidad de su hechizo le volvieron a encumbrar como un jugador diferente. Necesario.
Porque hay jugadores que se recuerdan. Otros, en cambio, se sienten. Y Federico Quiles es de esta segunda estirpe. De los que enciende los sentimientos. Un auténtico prestidigitador de las emociones.
Salido del CEPAC (el Centro de Entrenamiento de Padel de Alta Competición puesto en marcha por Norberto Sabbione y Roberto Díaz, padre de Matías y Godo Díaz, en Argentina), la factoría que alumbró a los hermanos Díaz y al propio Belasteguin, Quiles suma ya 23 años en el padel desde que se iniciase en este deporte en 1992.
Quienes fían su criterio a la estadísticas, tal vez no valoren el legado de este sonriente rubio que llegó a España apadrinado por el mismísimo Juan Martín Díaz. Los focos de los títulos, el fulgor de los trofeos, apuntan directamente a otros. A Quiles, en cambio, hay que escrutarle con el corazón, admirarle desde la pasión.
Es un jugador singular. Alejado de la academia, su instinto, su impulso, le convierten en una pesadilla indescifrable sobre la moqueta. Para sus rivales, desde luego. Para su compañero, en muchos casos. Incluso para él mismo.
A sus 32 años, el de Buenos Aires sigue siendo una centella sobre la pista. Su lectura del juego, su capacidad de reacción, sus reflejos y su vertiginoso despliegue le sostienen en defensa y le vuelven indomable en ataque. Valiente, decidido.
Gustavo Pratto, Godo Díaz, Chico Gomes, Agustín Gómez-Silingo o Jordi Muñoz han acompañado al argentino recientemente. Antes vieron su despegue desde Argentina Diego Siro, Lucho Soliverez, Mariano Rincón e incluso el mismísimo Fernando Belasteguin.
En la derecha o en el revés, el de Drop Shot es inescrutable. Aunque en el drive, su agitación queda algo confinada sobre todo con un coloso como La Bestia. En la izquierda, en cambio, Fede se agita y derriba fronteras. Se siente libre para despegar. Tira millas. Barre la moqueta. Desaparece por una esquina y emerge en la red. Su vuelo se oculta del radar de oponentes y hasta de su propio compañero.
Quiles no se detiene nunca. Ni en su esfuerzo ni en el diálogo constante con su pareja. Su ánimo no decae por más que el marcador se empine. No se trata sólo de la victoria final. En cada bola hay una oportunidad de reivindicarse, de reclamar un espacio por más que los números, a veces, se lo nieguen.
Su estilo batallado en defensa y anárquico en ataque es genuino. Con el de San Fernando en pista, lo inesperado es posible. No hay coto para su padel. Cuanto más caos, más luz para su juego. Cuenta que, antes de los partidos, ejercita su concentración visualizando jugadas, acciones, destellos del partido que aún no ha comenzado. Pero Quiles, con la bola en movimiento, detesta los esquemas, huye de lo preestablecido y busca la ebullición permanente, crece con la improvisación, se eleva en la excitación. Es siempre el más difícil todavía. Un requiebro continuo sobre el alambre que no admite titubeos. Gozo y deleite sobre el abismo.
Y en ese todo o nada, no es el punto lo que está en disputa. Demasiado mundado. Es mucho más. Es la fascinación, el encanto, la magia lo que se busca. Y a veces, muchas, no ocurre. Pero cuando sí lo hace, cuando el destello asoma, cuando el hechizo encandila a la grada, el marcador se apaga y el momento se vuelve eterno. Es entonces cuando Quiles, el Killer, se apropia de la escena para llevarnos más allá del simple juego.
Para este argentino, de sonrisa cautivadora y mirada seductora, el tiempo se congela o se acelera a demanda. Con él, el orden sucumbe al instinto. El ímpetu se impone a la pausa. Su virtud es también su propia condena. Es frecuente que el devastador tornado que sus arrebatos provocan acabe también arrasándole a él y a su compañero.
Hay quienes aprovechan este hecho para remarcar su inconsistencia, para elevar sus defectos, para subrayar su debilidad crónica. Llevan dos décadas reclamándole una falsa madurez que nunca llega. Porque, en verdad, no es eso lo que le demandan. Aquello que juzgan de insensatez es, en realidad, pura intuición. Lo que imputan como imprudencia es bendita audacia. Lo que le recriminan como desorden es una espléndida anarquía. Un regalo para el espectáculo. Su esfuerzo de espartano es siempre irreprochable. Todo lo demás, configura su padel de autor, su propia identidad.
Así pues, quienes miden la categoría de un jugador sólo por su palmarés, estarán ciegos ante el esplendor de este feliz anarquista del padel. Fede Quiles. Un romántico del caos.