Dicen que la derrota es el habitual compañero de viaje de un deportista. Se pierde más que se gana. Pero, quien ha conquistado 230 títulos en 286 finales disputadas, quien ha sido 16 años consecutivos número uno del pádel profesional, quien se mantuvo invicto durante un año y nueve meses, quien ostenta seis entorchados mundiales con su selección y dos por parejas, poco tiempo ha debido transitar en tal compañía por más que recurrente que esta sea.
Y es, seguramente por esto, que la derrota sea el mejor epílogo posible para la carrera deportiva de Fernando Belasteguin.
El de Pehuajó culminó la pasada semana en Milán la gira de despedida en que se ha convertido esta última temporada. En cada ciudad, en cada torneo en el que ha participado, Bela ha sido protagonista de reconocimientos, homenajes y tributos.
El pasado jueves, la derrota en octavos de final del P1 de Premier Pádel en Milán se convirtió en su último paso como jugador profesional de pádel en activo. Bela, junto al joven Tino Libaak, perdió ante Lucas Bergamini y Javi Garrido (6-3 y 6-4). Compitió pero no estuvo cerca de la victoria.
Lo cierto es que hay quien fabulaba con un improbable triunfo de Bela en este torneo, su última conquista, la última gesta del más grande de este deporte, una muesca más que añadir a su grandiosa narrativa. Sí, una hipotética victoria de Bela en la final de Milán hubiera acaparado titulares y portadas. Pero no nos hubiera contado nada nuevo.
La derrota ofrece la verdad de forma simple, sin aderezos, es un texto sin adjetivos, un reflejo sin filtros que desnuda, que humaniza. Bela perdió ese último partido lo que, en su caso, nos devuelve la imagen de un mito derrotado, al fin, por lo único inevitable: el tiempo. Era lo que le faltaba.
Belasteguin se asomó a la élite en 1995 con apenas 15 años y se despide con 45. Tres décadas de éxitos que terminan como empezaron: en blanco. Es el círculo que se completa, el final necesario de una historia que hemos hecho nuestra. De niño a hombre, de hombre a icono, de icono a leyenda.
La precocidad del argentino nos animó, en los inicios, a desearle victorias. Sus primeros triunfos nos despertaron admiración, anhelo de más conquistas. Después, el férreo dominio que impuso en el pádel profesional nos empujó en dirección contraria, pasamos a querer que perdiera para encontrar nuevos ídolos. Y así llegó el declive, suave y prolongado, en el que fue su capacidad de adaptación, su empeño por sostenerse en un tiempo que ya no era suyo, lo que recuperó nuestro deseo de verle lograr nuevas gestas, las últimas. Ha sido este año, el final, con lesiones, sin títulos, con frustración, sin apenas alegrías, en plena cuenta atrás, el que, como buen cierre narrativo, ha dado sentido a todo lo anterior.
Bela termina su trayectoria profesional en el puesto 21 del ranking. Ese es, precisamente, el número de victorias y de derrotas que ha cosechado en los 42 partidos oficiales disputados este curso que, como hace treinta años, termina sin título. Ha ganado lo mismo que ha perdido. Una anomalía en su trayectoria que hoy ensalza todo lo anterior.
Porque es cada una de esas 21 derrotas la que ilumina cada una de las victorias. Es este año sin títulos el que termina de completar el valor de todas las conquistas anteriores. El esfuerzo, la dimensión de la epopeya deportiva que ha protagonizado durante treinta años adquiere su grandeza definitiva ante la profundidad del abismo de la derrota. Ahí donde triunfó, hoy sucumbe.
La humanidad que desprende esta ineluctable caída final es el impulso definitivo a su leyenda. La figura de Bela, por momentos, superó la dimensión del pádel. Su palmarés, sus incomparables hazañas deportivas, pero también, su forma de entender este deporte, de comprenderlo, de manejarse en él, le distinguieron del resto, le hicieron ser una categoría aparte. En cierta forma, Bela era de otra época. Fue profesional antes de que el pádel exigiera tal condición. Su desempeño, de alguna manera, arrastró al propio deporte, aceleró su crecimiento.
Pese a que, por estilo, podría parecer el más mundano de los dioses de este deporte, sus éxitos le destacaron como una deidad única. Era Bela y el resto. Hay quien jugó más bonito, quien remató más fuerte, quien voleó con más intensidad; sí, pero nadie compitió con su ferocidad y constancia, nadie se adaptó mejor a cualquier escenario, nadie sobrevivió durante tanto tiempo en la cima del asfixiante hábitat de la competición profesional. Nadie ganó con su frecuencia. Todo eso le hizo diferente.
El sufrimiento de esta última temporada, su novedosa relación con la derrota, torneo a torneo, en este último curso, nos ha recordado lo extraordinario de su legado. El tiempo ha terminado por derrotar, más tarde que temprano, a quien una vez pareció indestructible. Inexorable ley de vida. Y eso que le acerca más a nosotros, que le identifica como uno de los nuestros, es, al mismo tiempo, lo que amplifica la magnitud de su legado. El hombre que logró trascender el tiempo.
“Estoy muy tranquilo”. Ese fue el primer mensaje de Bela ya como exjugador nada más perder en Milán. La calma del deber cumplido, de quien se libera, al fin, del peso de la historia. El argentino, ajeno ya a la pugna por la gloria deportiva de cada torneo, afrontó en su año de despedida el último propósito que le quedaba como jugador: ser vencido por el tiempo. Y es en esa derrota en la que Bela buscó su última gran victoria.
Las lesiones, que pudieron haber truncado su carrera en diversos momentos, amenazaron también esta última temporada. No tenía nada que demostrar. Con el pasado escrito y el futuro resuelto, pudo haber puesto fin al calvario del presente sin reproche alguno. No lo hizo, claro. Hace tiempo que Bela dejó de tener la obligación de competir por ser número uno pero nunca ha renunciado a la necesidad de seguir comportándose como si luchara por él.
Su nivel de juego se resintió y descendió en este 2024 a límites que no conocíamos y que ni siquiera él recordaba. Comenzó a encadenar derrota tras derrota, a perder con inédita frecuencia en primera ronda. Como a muchos otros grandes en su ocaso, los síntomas le avisaban de que estaba ante el final, tratando de prolongar lo inaplazable. Como si el argentino, irreductible en toda su carrera, no supiera detectar que el crucial momento de bajar los brazos definitivamente había llegado. Lo veíamos todos, menos él. Tenía otros planes. El de Pehuajó se aferró a la moqueta de sus sueños una última vez. Siguió trabajando, como si la temporada empezase, se repuso de sus dolencias, al menos, las alivió en parte y se puso a hacer lo que siempre había hecho: tratar de competir. Esta vez, sin embargo, ya no era el triunfo lo que buscaba.
Su presencia en la pista le reconfortaba. Cada pelota corrida, cada punto conseguido era un pequeño logro que, de alguna forma, simbolizaba las victorias y los títulos de años atrás. Esa era su lucha particular, la última de todas.
Así, en Milán, en el último torneo regular del año, en la última cita profesional de su vida, Bela encontró en la derrota ante Bergamini y Garrido la culminación de su última victoria. “He tenido la suerte de poder cerrar 30 años de carrera cuando yo lo he decidido”. Ahora sí, bajó el telón.
Episodios como este parecen insignificantes en comparación con la grandeza de su relato, pero definen mejor a Bela que cualquier título. En su narrativa, hay anécdotas que reflejan su dimensión como deportista con más precisión que su propio palmarés.
Forman parte de ese catálogo de momentos trascendentes los dos títulos conseguidos con Willy Lahoz (43 años) en 2015 y, en particular, ese instante en el que a Lahoz le conceden el MVP de la primera de las dos finales que ganó.
O la victoria que logró Bela, junto a Tapia, ante Silingo y Allemandi en primera ronda del Open de Mijas de 2019, convaleciente aún de su rotura de sóleo, cuando los médicos le desaconsejaban competir, en el que era su primer partido en la derecha tras toda una vida mirando el pádel desde el revés.
Un mes después de aquello, Bela levantó con Tapia su primer triunfo en la derecha en otro instante para el recuerdo.
Oculto parece estar entre tanto brillo ese último partido de la final del Mundial de 2022 ante España en Dubai; el último juego, esos dieciseis segundos y ochenta centésimas con la posterior celebración en la que desnudó su rostro y su alma.
O aquel momento en la red, tras imponerse a Javi Garrido y Martín Di Nenno, en las semifinales del Open de Alicante de 2019, con aquel gesto de grandeza que solo pudimos conocer porque el joven cordobés lo desveló.
También desprende mucha verdad de Bela el triunfo que logró junto a Arturo Coello en el Master de Madrid de World Padel Tour en 2022, un título que certificó el día de la retirada del tenis de Roger Federer.
O aquella sonrisa de Joker en el Master de Buenos Aires de 2022, una reivindicación silenciosa, una bofetada sin manos a quien trató de mancillar su nombre en presencia de su gente.
Y aquellas lágrimas que liberó tras ganar el Master Final de 2015, la primera temporada sin Juan Martín al lado, ya con Pablo Lima.
Hay más ejemplos en la amplia carrera de una figura que se antoja irrepetible, y no por el número de entorchados, el ranking de victorias o la permanencia en el trono. Fernando Belasteguin anticipó el futuro y, en parte, arrastró al pádel con él. En la pista, descifró el juego con una claridad meridiana. Fuera de ella, entendió el potencial desarrollo del deporte y también descubrió el negocio.
Su cuidada relación con patrocinadores y medios dan fe de su profunda mirada en el pádel. El aterrizaje en Wilson, el proyecto de los Bela Padel Center, o su posicionamiento claro en el golpe de mano en el pádel profesional por Catar y la FIP sirven de muestra de su olfato más allá de la pista.
Hoy, con la pala recién colgada en el armario, el jugador cede toda la escena al empresario. Y esa ya es otra historia.
Sobre la moqueta, queda la leyenda eterna de Bela.